Cuando se está escuchando una noticia acerca de un accidente de tráfico, de un vehículo en el que iban varios jóvenes y acabaron falleciendo todos, en lo que primero se piensa es en el alcohol o las drogas como probable causa. Sin embargo, antes de que estuviesen tan extendidos los narcóticos, el binomio juventud y velocidad ya estaba creado. Las drogas y el alcohol tienen, sí, su influencia como factor desinhibidor de la conciencia, para que no nos esté recordando el riesgo de accidentarse. Pero no es la verdadera causa que está detrás de la atracción por la velocidad.
¿Por qué nos atrae la velocidad? Si alguien pasó por esta experiencia similar y quedó vivo para contarla, recordará que a medida que se producía el incremento de velocidad, las pulsaciones del corazón lo hacían en la misma proporción, al tiempo de procurar, de forma instintiva, algún agarradero seguro al que asirse con las manos. Pero, a partir de cierto momento en que se rebasa una velocidad determinada, nuestras condiciones psíquicas se modifican.
La mente, la creadora del ego, la que nos da referencia de nuestro yo, deja de funcionar, y, por tanto, el tiempo, juntamente con los recuerdos (como creación también de la mente), desaparecen de igual manera. Esa nueva vivencia (que no es otra experiencia más del yo, ahora desaparecido), tiene una atracción irresistible y es la que desde tiempo inmemorial se está buscando a través de la meditación: ésta, no tiene los peligros de la velocidad, y sus efectos son más duraderos.

La vivencia de ese nuevo estado, sin las penurias del yo y la carga del tiempo, es también la que se busca con los deportes de riesgo o en atracciones de feria como la noria gigante o la montaña rusa.
Esta misma sensación es la que se produce en el ámbito del sexo. Cuando éste queda desligado de la culpabilidad que la religión le atribuyó, no es más que un juego de cortejo de pareja como el de cualquier otra especie animal de esta naturaleza, y, si con ello no se hace daño a terceras personas, existe entonces vía libre para que las dos energías corporales se entrelacen y recorran el camino ascendente de la excitación.
Pero curiosamente, paradójicamente diríamos, la excitación no la produce el sexo (como tampoco era la velocidad) sino la vivencia psíquica: ambos, velocidad y sexo no pasan de ser el medio o recurso. Esta excitación la produce la pérdida del control, cuando el yo no puede tener bajo las riendas la situación y “se pierde”, esto es, desaparece. La sensación de placer, curiosamente, no está ligada al sexo sino al tiempo y a la mente que desaparecen, con la consiguiente eliminación del ego, del yo. Como decíamos: es curioso, que muchas mujeres, cuando están pasando por esta sensación de perderse, de desaparecer, su cerebro lo reproduce, imaginativamente, en forma de caída libre en el espacio (una experiencia deliciosa de vértigo).
Cuando uno se recobra, vuelve a aparecer el ego, el yo (la mente), y con él, el tiempo, a través de los recuerdos, como una experiencia más de mi yo, de algo que pasó y que ahora incorpora a la historia personal.

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